Fotografia de Yhun Suarez
EL SAXOFONISTA
Otra noche más... Otra noche.
Se sentía cansado, enfermo. Cuando al medio día su patrona había llamado a la puerta de su cuarto para preguntarle si pensaba salir a comer, estuvo tentado a decirle que no, que no saldría más de su habitación. Pero no lo hizo.
Con apenas un "ya voy" por respuesta, se deshizo momentaneamente de su patrona. Llevaba en aquella pensión del barrio viejo tanto tiempo que la consideraba su casa y aquel cuartucho con sus paredes desconchadas y su colcha mugrienta se habían ido convirtiendo en su refugio. Como pudo le incorporo de la cama y sentándose al borde mismo, apoyo sus pies desnudos en el gélido suelo sin alfombrar. Le dolía la cabeza. La sentía hueca. Pensó que era como si llevara sobre los hombros una sandía y esta estuviera a punto de reventar. La idea de tener una sandía por cabeza le hizo sonreír con aquella sonrisa tan suya, tan socarrona, de medio lado que le daba un aire irónico y que tanto gustaba a las mujeres en los años ya lejanos de su juventud.
Comenzó a vestirse sin ganas. Los gastados pantalones de su traje negro con raya diplomática blanca, habían comenzado a quedarle un poco grandes. Había perdido peso en los últimos tiempos. Lavó su cara en el pequeño lavamanos que había en el rincón más alejado de la cama y peino sus cada vez más escasos cabellos frente al desgastado espejo.Tomó del cajón de la cómoda una camisa negra y remató su vestimenta con una fina corbata de raso blanco. Se calzó y enfrentándose a la puerta del cuarto, suspiro y se dispuso a pasar el nuevo día con el mejor humor que pudo reunir.
Su patrona le esperaba junto a la mesa del comedor donde él solía sentarse a comer. Se saludaron con la afabilidad que da el mucho tiempo compartido y mientras le servía la comida fue poniéndole al tanto de los últimos acontecimientos acaecidos en el barrio. Al parecer, la noche pasada había sido movidita; un robo en la tienda de la esquina, esa que abría las veinticuatro horas del día. Un joven, seguramente drogado, había amenazado al dependiente con un machete y se había llevado los pocos dólares que contenía la caja. Pasado aquel susto y cuando las sirenas de los coches de policía habían enmudecido al fin trayendo la paz a las calles, fueron los gritos de una mujer los que pusieron en alerta nuevamente a los vecinos. Menos mal que aquello no fue nada, sólo una prostituta borracha a la que su chulo le estaba dando una paliza.
Sólo una prostituta, pensó él. Qué poco valor se le daba al ser humano en aquellos tiempos, como si una prostituta no fuera una persona. Como si no fuera más que un animal...
Después de comer, volvió a refugiarse en su cuarto. Sobre su butaca descansaba silencioso su saxo. El era su amigo, su único amigo. Ese amigo que le acompañaba a todas partes. Tomó el brillante instrumento entre sus manos y lo colocó con mimo sobre su regazo mientras se sentaba a esperar el paso lento de las horas.
La tarde fue pasando, fue robándole luz al cuarto hasta que las sombras lo ocuparon todo. Él a penas se dio cuanta de la llegada de la noche. En algún momento incierto de su espera, se había perdido entre viejos recuerdos y ensoñaciones. Pensó en ella... Elisa... Elisa, con su cabello rojo como el fuego y sus labios encendidos. Elisa, embutida en su ceñido vestido de noche de brillantes lentejuelas. Aquel vestido que no acertaba del todo a contener la exuberancia de sus curvas ni el desafio imposible de sus senos. Elisa, la de la voz aterciopelada que sabía como nadie acompañar el quejido de su saxofón cada noche y por la cual se llenaba aquel garito en el cual trabajaban por un puñado de dólares.
Elisa... Su Elisa...
Que lejos quedaban ya aquellos recuerdos. Un día sin más, aquella mujer sin igual, no regreso del mundo de los sueños.
Abrió sus ojos de repente, impulsado por la costumbre. ¿Qué hora sería ya? El cuarto estaba completamente a oscuras y fuera no se escuchaban ruidos que le orientasen. Extrajo del bolsillo de su pantalón un viejo encendedor de plata, otro recuerdo de tiempos mejores y alumbrando su reloj, comprobó que eran casi las once.
Se levantó de la butaca como impulsado por un resorte y encendió la luz del cuarto. Guardo a su fiel amigo en su estuche, se colocó el viejo gabán de cuero sobre sus hundidos hombros, su sombrero y salió una noche más camino del cabaret donde tocaba.
Una noche más, pensó... Otra noche...
Y aquella noche el lamento de su saxofón fue tan sentido y tan sublime, que la gente no tuvo por menos que levantarse de sus sillas y aplaudirle como no lo había hecho en mucho tiempo. Aquella noche tocó para Elisa, su música lloró la ausencia de su amada, le pudo el sentimiento.
Una noche más... La última noche.
A la salida, ya rayando el amanecer, descubrió sin sorpresa a su Elisa apoyada en el alféizar de la puerta del local aguardándole.
Un infarto, dijeron los de la ambulancia... Un infarto...
Pero nadie pudo ver dos siluetas abrazadas que doblaban entre risas la esquina de la calle...
Carmen
(27 de junio del 2015)
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