No se que decir. Las palabras se me quedan a medio camino, atropelladas por este torrente de emociones que provocó en mi el escuchar esta canción. Así que... Simplemente alcanzo a decirte...
¡Gracias!
(Aquel a quien corresponde mi agradecimiento sabe de sobra que no son necesarias las palabras, que basta una simple mirada para el reconocimiento de las almas).
Es curioso como la música, alguna melodía, alguna canción, parece grabarse a fuego en nuestras almas y de vez en cuando asoman al instante presente para traernos recuerdos de un pasado en mayor o menor medida ya olvidado y que casi siempre nos parece mejor que el momento actual.
¿Aún recuerdas aquel concierto al que me invitaste hace... ¡Uffff...! una eternidad?
Yo tendría unos diecinueve años y tu aún estabas en la facultad. Era un concierto de música clásica, mi favorita. Tu siempre tan pendiente de mi, tan preocupado por verme feliz y lo mejor de todo es que siempre lo conseguías. Siempre sabías como hacerme reír.
Pero aquel día... Aquel día no fue mi risa, sino mis lágrimas las que quedaron gravadas a fuego en mi alma y mi memoria. Aunque fueran lágrimas de felicidad al fin y al cabo.
Cuando sonaron las primeras notas de órgano, seguidas del chelo y los violines... ¡Sublime!
Mis ojos abrieron sus compuertas y derramaron todo un torrente de lágrimas. Felicidad, emoción, alegría, tristeza... Un cúmulo inmenso de emociones me arrasaron.
El "Adagio de Albinoni" sonaba en todo su esplendor ante una audiencia repentinamente silenciosa, como si todos los allí presentes hubiésemos sido paralizados, congelados en el tiempo.
Luego, ya terminado el concierto, mientras tomábamos una cena ligera en un restaurante cercano, me contaste que en realidad el Adagio no fue compuesto por Albinoni o al menos, no en su totalidad, sino por un musicólogo italiano llamado Remo Giazotto en 1945. Recuerdo mi perplejidad mientras me contabas aquella anécdota creativa que pocos conocen. Tenías esa propiedad de sorprenderme de mil maneras.
Y así fue como aquella obra musical que siempre me había emocionado quedo por siempre unida a ti y tu recuerdo. Y así mismo, cuando la escucho, vuelvo a rememorar aquella tarde y aquel concierto que puede perderse en el tiempo, pero que jamás se perderá en mi memoria ni en mi corazón.
“Y debo decir que confío plenamente en la casualidad de haberte conocido. Que nunca intentaré olvidarte, y que si lo hiciera, no lo conseguiría. Que me encanta mirarte y que te hago mío con solo verte de lejos. Que adoro tus lunares y tu pecho me parece el paraíso. Que no fuiste el amor de mi vida, ni de mis días, ni de mi momento. Pero que te quise, y que te quiero, aunque estemos destinados a no ser.”
(Palabras prestadas de Elena Poniatowska, de su cuento: "El Recado".)
"Pienso en ti muy despacio, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente."
Vine, Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arranzan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.
Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, como si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.
Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.
Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos -oh mi amor- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.
Ha caído la noche y ya casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…”. No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.
Elena Poniatowska**
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*El cuento “El recado” aparece en el libro “Lilus Kikus”, de Elena Poniatowska, que fue publicado por primera vez en 1954, por la editorial Los Presentes. Su versión más reciente fue publicada en el año 1991 por Ediciones Era de México.
**Elena Poniatowska, es una escritora, activista y periodista mexicana cuya obra literaria ha sido distinguida con numerosos premios, entre ellos el Premio Cervantes 2013.
Hija del príncipe Jean E. Poniatowski y de la mexicana Paula Amor. Nació en Francia el 19 de mayo del 1932 y a consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, a la edad de diez años, llega a Distrito Federal con su madre y su hermana Sofía mientras su padre combatía.
Mujer polifacética y muy interesante. Profundizar en su biografía sería largo y extenso, pero yo animo a quien pueda interesar a que lo haga, pues merece la pena saber más sobre ella.
Y llegará un día en el que tu recuerdo ya no me duela, en el que tu burla tan sólo me cause risa al pensar en lo tonta que fui y lo ciega que estuve. Un día en el que por fin tome conciencia de la suerte que tuve al alejarme de ti, de tus mentiras y de tu mala influencia sobre mi. Un día en el que daré gracias al Universo por haberme puesto la verdad ante mis ojos y por haberme dado de nuevo, la oportunidad de regresar a mi Camino sin las trabas de un amor que nunca fue real mas que para mi.
Un día... Sí, llegará un día en el que pueda al fin, decirte definitivamente "adiós" porque ya no significaras, ni bueno ni malo, nada para mi.
Otra mañana más sentada en la parada del autobús, tiritando de frio y de miedo también. Está cansada de médicos y hospitales, de pruebas y diagnósticos, de tratamientos que no sirven para nada porque aún no han inventado nada que cure los males del alma.
Esta cansada...
Cansada de sentirse sola, de luchar sola, de tirar de los carros ajenos ella sola mientras nadie le tiende una mano para tirar del suyo propio.
Esta cansada... Tan cansada...
Y hoy, arrebujada en su abrigo, tiritando de frio, la llovizna fina que comenzaba a caer le trajo de nuevo a la memoria su recuerdo.
Su sonrisa cálida, sus ojos grises, su voz dulce y suave como terciopelo.
Sintió su aroma, el roce de su mano en una ráfaga de viento helado secándole las lágrimas que sin darse cuenta habían comenzado a correr por sus mejillas. El mismo viento que poco después la envolvió y la hizo temblar, esta vez de emoción al sentir en el aire un abrazo. Un abrazo apretado, como los abrazos que le daba él cuando la consolaba.
Y recordó...
Recordó parte de aquella canción que él le cantaba los últimos días...
"Recuerda, yo estaré aquí
siempre que me tengas en tu memoria.
Recuérdame.
Yo soy la única voz en el viento frío que susurra.
Y si escuchas, oirás que te llamo a través del cielo.
Siempre que pueda estirarme y acariciarte,
Entonces nunca moriré."
El autobús llegó y ella subió. Se sentía más fuerte, agradecida.
Su recuerdo le había dado fuerzas otra vez. Ya no estaría más sola mientras tuviera presente su recuerdo. Aún después de muerto, él seguía protegiéndola en su desolación y una sonrisa iluminó su cara otra vez.