Cuando era pequeña, me gustaba desaparecer un buen rato de vez en cuando. Creo que a todos, cuando eramos niños, nos gustó hacer eso, jugar a desaparecer, volvernos invisibles.
Había en casa lugares increíbles donde pasar desapercibidos, a veces, hasta llevar a la desesperación a nuestros padres que se pasaban un buen rato recorriendo armarios y mirando bajo todas las camas cuando después de que hubiésemos cometido alguna barrabasada nos buscaban para leernos la cartilla o simplemente, para hacer trabajar la zapatilla de mamá.
Hoy sonrío al recordar aquellos momentos de mi niñez, creo que sacar de quicio sobre todo a nuestras madres era el pasatiempo favorito de todos.
Mi rincón favorito para esconderme era la mesa camilla.
Era rara la casa donde no había una mesa camilla cubierta por gruesos faldones. Aún recuerdo las faldas que cubrían la mía; eran rojas, de grueso terciopelo y sobre ellas lo más típico después de la mesa misma, el tapete blanco de ganchillo.
¡Cuántas tardes de invierno, mientras fuera soplaba el viento y la lluvia azotaba las ventanas pasamos en familia sentados alrededor de aquella mesa!
Junto a ella, sentada sobre las rodillas de mi padre, aprendí a leer y escribir. Sobre ella, esboce mis primeros dibujos y escribí mis primeros poemas. Pase horas a su alrededor junto a mi hermano tratando de terminar un puzzle interminable.
¡Cuántos recuerdos!
Pero era bajo aquella mesa, bajo sus faldones, donde me gustaba perderme, refugiarme, esconderme.
En pocas palabras, bajo ella me gustaba pasar largos ratos en silencio, escuchando los ruidos de la casa en sí o las conversaciones de quienes andaban cerca. Creo que bajo ella se forjó un poco de mi carácter de callada observadora y aprendí a meditar sobre la vida.
Hoy por hoy, en mi casa no hay una mesa camilla, pero sin duda, sigo extrañando el consuelo que en tantas ocasiones me brindó su refugio.
Carmen
(31 de enero del 2021)
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"Omnia mea mecum porto"
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