lunes, 13 de junio de 2016

TARDE DE RECUERDOS


TARDE DE RECUERDOS


Me gustan las tardes ociosas pasadas bajo la sombra de la parra en la casa que mis padres tienen en el pueblo.

Las horas pasan lentas, arrastrando los minutos uno tras otro de manera cansina. Sin prisa, pero también sin pausa. Me encanta perderme en la historia narrada de algún libro elegido al azar entre los muchos que guardo en mi biblioteca particular. Meterme en la piel de los personajes y dejar volar mi fantasía mientras mis ojos van devorando las letras, siguiendo el hilo de las historias como si se tratase de mi propia historia.

A veces, allí sentada en mi mecedora favorita y a la sombra, me adormezco llevada por el suave viento que llega desde la sierra atenuando el calor de la parte contrapuesta de la campiña, mucho mas llana y manchega. La brisa ligera que corre entonces, parece acariciarme al pasar y susurrarme al oído palabras de dulce consuelo o me traen a la memoria conversaciones ya olvidadas en el tiempo.

¡Qué maravilla!

Dejar de pensar, distraer o mejor dicho, abstraer la mente dejándome llevar por el suave titilar de las campanillas de viento y los reflejos de luz azul-verdoso de las mariposas y libélulas de cristal que adornan los carillones que mis hijos me regalaron por Navidad y yo colgué en ese mi lugar favorito para que junto al viento, acompañaran mis momentos de relax.

No pensar… No sentir… Tan sólo dejar pasar el tiempo sin querer, sin darme cuenta de como pasa a mi lado, de como ese mismo tiempo también me va abandonando, como me abandonan siempre los seres que más amo. 

Este fin de semana quizas fue un poco más triste, pero también ha sido muy especial. No se por qué, me dio por subir a la buhardilla y perderme mirando entre el montón de cajas que allí he ido acumulando con los años.

¡Tantos recuerdos!

Tomé varias de aquellas cajas y me las bajé a ese mi rincón favorito bajo la parra, dispuesta a dejarme llevar por lo que en ellas hubiera guardado. Ya instalada a la sombra, en la plácida comodidad de mi mecedora, levante entre emocionada y nerviosa la tapa de la caja más grande y me tope con un montón de fotografías.

Fotos antiguas  que me han hecho unas veces reír, otras apenas dieron para medio sonreír, pero las más, polvorientas y ya casi olvidadas, me han hecho llorar.
Allí estaba a mis quince años, allí estábamos… Yo flacucha y muy morena, con mi pelo recogido en una trenza y él, siempre protector, siempre cuidando de que nada ni nadie me hiciera daño, alto, también delgado, pero musculoso gracias a los deportes que practicaba… Y aquellos ojos suyos… Tan cambiantes que a veces me preguntaba si serian humanos.

Sus ojos… Tenía unos hermosos ojos de color gris según la mayoría de las personas, aunque yo que le conocía mejor que nadie, sabia que no eran solo grises, pues según le diera la luz o dependiendo del humor que tuviera en ese momento, el color de sus ojos cambiaba. Pasaban del gris a un azul dulce y cristalino si su humor era tranquilo y relajado… O se volvían de un verde casi insoportable si se apasionaba por algo… Grises, fríos como el acero, eran cuando estaba enfadado por algo o algo le molestaba o hacia daño.

Aquellos ojos que tanto conocía y que sabían hablarme sin palabras tras aquellas pestañas largas y negras que trataban de velarlos y lo único que conseguían era que quedara como embrujada por su mirada.

¡Cuanto tiempo había pasado ya desde aquel otro tiempo que fue tan feliz! ¡Cuantas cosas! ¡Cuantas heridas que aún no han sido curadas! Y cuanta soledad acumulándose en mi alma desde que sus ojos se cerraron hace unos años para no volver a abrirse más.

Él siempre fue mi refugio, mi paño de lágrimas, mi consuelo y también el que me empujaba para seguir viviendo, para seguir caminando un camino que no tenía ningún sentido ya para mi. Por él aprendi que la vida es un transito que hay que pasar, un cumulo de experiencias que tenemos que aprender y asumir. Un dejar fluir… Como tuve que dejarle fluir a él, a su recuerdo, cuando decidió poner fin a su existencia y trascender.

Pero nunca me abandonó del todo. Es lo bueno de ese misterio que poseen las almas compañeras. Pese a su muerte, él sigue aquí, a mi lado,  protegiéndome, abrazándome cuando más necesito un abrazo. O besándome con el viento cuando necesito consuelo y saber que le sigo importando a alguien.

Si le contara todo esto a los que me quieren, a los seres que viven cerca mío, a mi propia familia, se que quizás no me entenderían. Pensarían sin duda que me volví loca, pero puedo dar fe de que aún siento ese brazo en mis hombros reconfortandome cuando me siento perdida o herida. Y su consuelo invisible, me va envolviendo en una atmósfera cálida que termina siempre por hacerme olvidar todo lo malo que me haya pasado.

Tengo fantasmas en mi haber, como casi todo el mundo, aunque seamos pocos los que reconocemos tenerlos. Pero él fue, es y será por siempre, ese ángel que Dios envió a cuidarme.

Lloré de emoción por haberme reencontrado con su recuerdo, sí. Me sentí menos sola. Y esta vez, alzando mis ojos al cielo que se filtraba entre las ramas de la parra, le di las gracias por su presencia en mí, en mi recuerdo, mientras el tintineo de las campanillas del carillón, parecieron responderme riendo con su risa cristalina, movidas por el viento.

Y me sentí feliz, renacida, dispuesta a todo. A seguir caminando hasta el final, porque en verdad, nunca estuve sola, pues se que él siempre me acompañará en la luz y en el viento.


Carmen
(13 de junio del 2016)


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"Omnia mea mecum porto"
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