RATAS
Para Ricardo, aquel no iba a ser el mejor de sus días sin ninguna duda.
Despertó sobresaltado después de una noche agitada de malos sueños, de los cuales, el único recuerdo era el sudor frio que cubría su cuerpo y un intenso dolor de cabeza que le apretaba las sienes como si llevara sobre su frente una gran cinta elástica.
En la calle, la lluvia caía intensa y fina cubriéndolo todo con un velo de neblina. Los árboles, ya casi desnudos de hojas, agitaban sus ramas movidos por el viento frío que bajaba desde la cercana serranía. Aquel estaba siendo un otoño húmedo y frío, preludio inequívoco de un invierno que llegaría con más frío y seguramente intensas nevadas.
El último día de aquel octubre, víspera de Todos los Santos, le vibro mal desde el primer instante. Deseó con todas sus fuerzas taparse la cabeza con las mantas y olvidarse de todos los compromisos que debía enfrentar aquel mismo día, sobre todo, deseó olvidarse de la entrevista con su jefe a última hora de la mañana y a la cual temía sobre todas las cosas.
Corrían rumores en la oficina sobre un próximo reajuste de personal, con los consabidos despidos que tales reajustes traían. Por ello temía aquella entrevista con el director, pues algo le decía que de despedir a alguien, a él sería el primero que despedirían.
Por fin decidió que no podía demorarse más y suspirando apesadumbrado, se levantó de la cama para lanzarse a la carrera y de cabeza, al cuarto de baño, donde el agua caliente y el olor dulzón del gel, terminó de borrar de su mente todos los malos presagios que cargaba y los últimos retazos de aquel sueño oscuro e indefinido que aún permanecían, como viejas fotografías en sepia que resistieran el paso del tiempo estoicamente, tras sus párpados.
Veinte minutos después, salía de su casa dispuesto a enfrentar todos y cada uno de sus miedos como si fuese un guerrero enfrentando su última batalla. La llovizna había parado dando una tregua precaria a tenor de las negras nubes que cubrían el cielo. Pero ese simple hecho, logro poner una sonrisa en los labios de Ricardo y animo su corazón con un atisbo de esperanza. Quizás su día no fuese tan malo después de todo.
Cuando llegó a la oficina, todo el mundo parecía alterado. La inminente llegada del director general en una visita sorpresa que no era ya sorpresa para nadie y los rumores que corrían sobre la suerte que habían seguido muchos de los compañeros de otras sucursales ya visitadas por el susodicho personaje, tenían a los compañeros de Ricardo al borde de un ataque de nervios. El mismo Ricardo volvía a tener aquel presentimiento extraño que le ponía en la cuerda floja. Cuando se sentó en su mesa frente al ordenador, se sentía mareado y no atinó a encender el ordenador hasta pasados varios minutos y eso porque Juan, su compañero más próximo, le pregunto que si aún no se había despertado.
La mañana transcurrió lenta, pesada. Los minutos no parecían pasar. Ricardo, miraba el reloj colocado en la pared del fondo de hito en hito, con una atención concentrada que pretendía descifrar cada movimiento de la aguja en su recorrido hacia una hora determinada. A las doce pensó que se volvería loco si no hacia algo al respecto y decidió tomarse un respiro bajando a la cafetería de Soledad a fumarse un cigarrillo mientras se tomaba un buen café.
La cafetería era un lugar agradable, decorado con gusto. Un lugar donde uno podía relajarse y disfrutar del buen café que servía Soledad, la dueña y de una charla agradable con esta o con cualquiera de los parroquianos que allí acudían cada día. La lluvia había comenzado a caer nuevamente, pero no consideró necesario volver a subir a la oficina para recoger su paraguas, total, sólo tenía que cruzar la calle. Se lanzo a la acera sin mirar, arrollando a su paso a una anciana gitana que pasaba por allí.
Ricardo trastabilló hasta chocar con un coche aparcado a varios metros, mientras la gitana rodaba por el suelo, donde asustada y dolorida comenzó a quejarse, pero él, en vez de socorrerla, no atinó sino a amenazarla y burlarse.
La anciana logró levantarse no sin dificultad y mirando fijamente a Ricardo, con una mirada profunda y antigua, le sonrió con una sonrisa torcida que dejo entrever unos dientes ennegrecidos y podridos. Su voz sonó áspera y ronca cuando dirigiéndose a Ricardo, que por alguna extraña razón no podía despegar sus ojos de ella, le dijo:
- ¿Cuál es tu peor pesadilla? Piensa y esta misma noche la conocerás. Cuando el reloj marque las doce y los perros de la muerte aúllen a la luna, sus pequeñas garras arañaran tu piel y hundirán sus hocicos en tu carne arrastrando tu alma al infierno del que ya no has de volver.
Aquellas palabras tuvieron un efecto devastador en él. Por un largo instante helaron la sangre en sus venas y paralizaron su cuerpo. Cerró los ojos mientras sentía la lluvia cayendo sobre él hasta que unas manos solicitas le sacaron de su ensimismamiento. Era Soledad, que había acudido al verle trastabillar y chocar contra el coche.
- ¿Dónde está? - Fueron sus palabras al abrir los ojos y ver a la mujer junto a él.
- ¿Quién?
- La gitana ¿Donde está la gitana?
- No había nadie. Ni gitana ni palla, Ricardo, no había nadie más. Te vi salir de la oficina, tropezar y chocar contra ese coche y como parecías no reaccionar, pensé que podrías haberte hecho daño.
- Era una gitana vieja, tropecé con ella y la derribé... Me maldijo... Creo...
- Anda, vamos a la cafetería, no había nadie más que tu, eso te lo puedo asegurar. Creo que hoy te serviré algo más fuerte que un café. Pareces cansado y creo que ese cansancio te ha pasado factura.
Ricardo se dejo arrastrar por Soledad quien entre bromas y risas logró que se olvidara de la gitana y de sus palabras. La mañana siguió pasando lenta y pesada, como las nubes que no dejaban de llorar sobre la ciudad, el director general, llegó casi a la hora de comer y pese a todos los malos augurios, no hubo despidos. Comió con los compañeros en un ambiente distendido producto del alivio eufórico que todos sintieron cuando el director llegó y se marchó sin novedades y cuando llegaron las seis, hora que marcaba el final de su jornada laboral, no recordaba lo sucedido en la mañana ni recordaba su tropiezo con la vieja gitana ni maldición alguna. Se despidió de sus compañeros, declinando la invitación que algunos le hicieron para que se uniera a ellos en una fiesta de Halloween a la que iban a asistir. Eso de pasar miedo y disfrazarse, sin duda no iba con él. De regreso a su casa, paso por el supermercado y compró varios comestibles pensando que al día siguiente, festivo por ser el día de Todos los Santos, seguramente no estaría abierto. Saludó al vendedor de periódicos, que parapetado tras la ventanilla de su kiosco se dedicaba, como siempre, a mirar la gente pasar con gesto aburrido. Acarició al pasar junto a los buzones al gato de la vecina que estaba acurrucado en el primer escalón y sorteándole de un salto, subió las escaleras hasta el primer piso de dos en dos.
Se duchó y puso su pijama favorito, las viejas zapatillas de estar por casa que su madre le regaló hacia ya un par de años y que siempre se decía que debía cambiar. Se preparó una cena ligera que tomó frente al televisor, sentado en su cómodo sillón. Todo parecía perfecto, normal, quizás demasiado normal.
Sobre las diez y media se quedó dormido. No encontró nada interesante en ninguno de los canales de televisión. En casi todos ponían películas de terror y en los que no, había debates políticos aún mas terroríficos si cabe que las mismas películas. Al principio su sueño fue un sueño sin sueños. Un sueño placido y reconfortante, de respiración serena, un sueño reparador. Fuera la lluvia había arreciado y el viento movía violentamente las ramas esqueléticas de los árboles, arrancando las hojas que aún quedaban en ellas hasta dejarlos desnudos a merced de los elementos. Una hora después de sucumbir en brazos de Morfeo, Ricardo entró en las profundidades de un sueño inquieto y perturbador donde las imagenes de la gitana de ojos profundamente negros y dientes retorcidos le maldecía desde el suelo, se mezclaban con otras imagenes aún mas inquietantes de algo que bullía a sus pies entre chillidos que le helaban la sangre... ¡Ratas!
Las ratas producían en Ricardo un efecto paralizante de profundo miedo mezclado con asco desde que era un niño. Podía soportar a otros animales que parecían asustar a los demás humanos sin inmutarse. Ni serpientes ni arañas ni cualquier otro tipo de insectos o animales... Solo las ratas tenían ese efecto en él. Sus cuerpos peludos, sus pequeñas garras, sus hocicos puntiagudos, aquellos dientes hechos para roer... Sus largas colas... Despertó con el estremecimiento de un escalofrío, se restregó los ojos tratando de poner orden en su mente y miró su reloj... Faltaban apenas unos cinco minutos para las doce... Y de repente lo recordó.
Volvió a verse en la calle, junto a su oficina, bajo la lluvia. Volvió a ver a la vieja gitana tirada en el suelo, amenazante y... Lo peor de todo, volvió a recordar sus palabras:
- ¿Cuál es tu peor pesadilla? Piensa y esta misma noche la conocerás. Cuando el reloj marque las doce y los perros de la muerte aúllen a la luna, sus pequeñas garras arañaran tu piel y hundirán sus hocicos en tu carne arrastrando tu alma al infierno del que ya no has de volver.
Comenzó a sudar profusamente.
¿Qué había sido ese ruido? Parecía como si algo o alguien arañase detrás de las paredes.
¿Y esa sombra? ¿No había visto algo moverse rápido por la sala hasta perderse tras las cortinas?
Ese murmullo... Pequeños chillidos estridentes... ¡Por Dios! ¿Se estaría volviendo loco tal vez? Sí, eso tenía que ser. Demasiado estrés en los últimos días. Demasiada tensión acumulada. ¡Eso era, sin duda!
Se rió a carcajadas que sonaron de manera amplificada en la sala. En la televisión, unos adolescentes corrían despavoridos perseguidos por lo que parecían zombis o algún monstruo similar. Apagó el televisor lanzando el mando a distancia al otro extremo del sofá y se levantó para ir a la cocina a por un vaso de agua. Tenía la garganta seca, tan seca que le dolía. La luna apareció tras unas nubes y se coló por la ventana, grande y redonda, con su cara de queso y de repente un perro aulló en la lejanía y luego fueron dos y después tres, cuatro... cinco... Todo un coro de perros aullándole a la luna llena. La puerta del cuarto de baño comenzó a vibrar como si alguien encerrado en su interior la sacudiese para intentar abrirla. Los chillidos se intensificaron. Sombras oscuras se deslizaban a su alrededor sin darle tiempo a ver forma alguna, Algo caliente y suave le rozó las piernas. Algo salto sobre el desde lo alto de la librería... Algo... Algo negro y no muy grande... Blando... Ojos rojos y brillantes mirándole en la semi penumbra de la habitación...
La respiración se le acelero tanto que parecía quemarle el pecho. Como si el aire ardiera. Quería correr, salir de allí, huir pero estaba paralizado, era incapaz de dar un solo paso y de repente la vio. Frente a él volvía a estar la vieja gitana. Le miraba con sus ojos oscuros, sonriéndole con una mueca mellada de dientes ennegrecidos. Una sonrisa que fue convirtiéndose en espeluznante carcajada cuando las ratas, con sus largas colas comenzaron a trepar sobre él. Cuando comenzaron a clavarle sus pequeñas garras. Cuando comenzaron a desgarrar su carne con sus pequeños dientes, royéndole hasta llegar al hueso. Y él gritaba o mejor dicho, trataba de hacerlo. Su garganta reseca era incapaz de articular palabras y menos aún de emitir sonido alguno. Y se fue hundiendo en la negrura de la muerte, arrastrado por su peor pesadilla hasta el más profundo de los infiernos.
Días después, sus compañeros de trabajo extrañados por su ausencia, denunciaron su desaparición y la policía encontró su cuerpo inerte en mitad del salón de su casa. El forense dictaminó que la muerte se había producido a causa de un infarto masivo, pero no pudieron explicar a que eran debidas las miles de incisiones que aparecían marcadas sobre su cuerpo.
Carmen
(4 de noviembre del 2016)
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