LAS PALABRAS PERDIDAS
Mi afición por la lectura comenzó muy pronto. Mi padre con toda su santa paciencia me enseñó casi siendo un bebe aún a leer y escribir, cosa que ya hacia con bastante soltura a la edad de tres años.
Lo más curioso fue que para enseñarme a leer comenzó a mostrarme las palabras en las novelas del oeste americano que a él tanto le gustaba leer y que aún hoy en día lee. Sí, seguro que todos recordáis aquellas novelitas de Marcial Lafuente Estefania que vendían en todos los quioscos de prensa e incluso se cambiaban pasando de mano en mano una y otra vez.
Luego vino, claro está, el aprender a leer como Dios y los cánones mandaban... Con El Parvulito.
Muy interesante también el Parvulito. Estoy segura de que muchos y muchas sois los que recordáis aquellas cartillas de lectura que nos hacían repetir una y otra vez hasta que aprendíamos a unir consonantes y vocales para ir formando palabras. De hecho, muchos años después, mis hijos aprendieron a leer de mi mano con esas mismas cartillas.
Claro que yo, me aburría soberanamente a mis cuatro años mientras sor Cecilia se empeñaba en que repitiera que la "M" con la "A"... era MA y que si repetía ese sonido de nuevo, decía "Mamá"... ¡Menuda noticia!. Tanto me aburría que me dedicaba a buscar las archifamosas "musarañas" que todo el mundo parecía conocer pero que nadie había visto jamás y claro, la pobre de sor Cecilia se ponía que parecía un basilisco.
Sor Cecilia estaba de buen ver... Redondita, redondita como una "O" mayúscula. Me miraba con aquellos ojos también redondos y negros que tenía y que cuando se enfadaba parecía que echaran fuego y resoplaba como un toro Miura o como un tren a punto de iniciar la marcha. Se acercaba a mí en dos zancadas y mientras mis compañeras se encogían en sus pupitres de puro miedo, me soltaba:
- A ver, Carmencita, deleitanos con la lectura de la página. ¡Y sin una sola equivocación o te quedas sin recreo, de rodillas y con los brazos en cruz por despistada!
¡Mira que podían tener mala baba aquellas monjitas! Y yo suspiraba, me ponía en pie y leía:
- "Mi mamá me mima..." Así, de corrido y como si nada... Y ahí, me daba la risa interna y apostillaba... ¡Y no me enseña a decir bobadas!
¡Madre mía, la que se liaba!
Mis compañeras muertas de risa... Gritos y hasta vivas resonaban, mientras la pobre de sor Cecilia se subía por las paredes roja como un pimiento morrón y no sabía si arrearme una guantada, mandar callar a mis compañeras o salir corriendo del aula. Como consecuencia, aquel día me quedaba sin recreo, aunque lo de rodillas... como era tan inquieta y no paraba y siempre las llevaba arañadas, me lo perdonaba.
¡Qué buenos recuerdos de una infancia feliz!
Años más tarde, ya en mi adolescencia, fue cuando verdaderamente comenzó mi vocación lectora... Y escritora.
Me gustaba pasar mis tardes en la biblioteca municipal. Rodeada de libros de todo tipo. Recuerdo con añoranza aquellos días, la penumbra y el sepulcral silencio que reinaba allí. El olor a polvo y moho de algunos de los ejemplares mas viejos, las risas que se colaban furtivas desde la zona infantil donde alguna vez un cuentacuentos deleitaba a los niños que allí había con alguna de sus aventuras. Recuerdo a la bibliotecaria siempre parapetada tras sus gafas de concha tras de las cuales me lanzaba una mirada inquisitoria cuando solicitaba algún ejemplar para llevarme a casa... Y recuerdo sobre todo al señor Rafaél. Don Rafaél era un señor muy, pero muy mayor. Debía rondar los ochenta y muchos y no fallaba ningún día. Le gustaba sentarse junto al ventanal a leer el periódico porque decía que en aquella paz podía meditar lo que leía y recordar otros tiempos mejores.
En fin, a lo que iba cuando comencé este relato, que he terminado divagando y si me descuido me iré por las ramas... Me siento, siempre me sentiré en realidad, muy agradecida a mi padre que me inició en la lectura... y el gusto por las aventuras novelescas... y que más tarde me enseñó a escribir y plasmar lo que tejía mi imaginación, aunque aquellas letras se hayan perdido en el tiempo sin memoria. Y le agradezco a la sufrida de sor Cecilia y a la eficaz competencia de la bibliotecaria y al tesón diario y ejemplar de don Rafaél... Y agradezco así mismo todo el tiempo que por circunstancias de la vida he perdido y en el que olvide mi afición por expresarme y prometo volver a juntar todas aquellas palabras perdidas que desperdicié para que vuelvan a ser lo que siempre debieron ser y dejen por siempre de ser tan sólo:
Las palabras perdidas que
no se volaron con el tiempo.
Se escondieron
del sol y del viento
refugiándose en lo más
profundo del corazón.
Las palabras perdidas que
piden la vez para renacer,
ave Fénix, del olvido.
Para sacudirse el polvo,
para volver a florecer.
Carmen
(29 de enero del 2014)
Copyright©