Se palpa la tristeza en el ambiente, pero yo me siento incapaz de llorar.
Un médico se me acerca y me tiende un papel. Su voz, lejana y extraña, resuena en mis oídos y me cuesta entender lo que me dice. Por fin capto la idea de lo que trata de comunicarme. Has muerto, por fin has decidido liberarme y liberarte. Te ha costado, pero al final la enfermedad pudo más que tú.
Le doy las gracias al doctor que se dispone a firmar los papeles de tu defunción antes de entregármelos.
Miro a mi alrededor, todo el mundo ha salido del cuarto, todos menos tú que sigues ahí, tumbado, bocarriba en la cama. Alguien, misericorde, ha cubierto tu rostro con el embozo de la sabana. Un escalofrío me recorre, suspiro y vuelvo la mirada hacia la puerta del cuarto por la que aparecen dos enfermeros que me comunican que se llevarán tu cuerpo a la morgue para prepararlo antes de que los de la funeraria te trasladen al tanatorio, donde podré acudir a velarte como Dios manda.
Una sonrisa o más bien, un amago de sonrisa aflora a mis labios. Les doy las gracias y salgo de allí.
Regreso a casa, una casa vacía y tan fría como frío hace en el exterior. Preparo mi ropa de luto. El vestido negro y austero, la rebeca, las medias negras, los zapatos negros de medio tacón porque presiento que el día va a ser largo y pesado.
Me ducho, seco mi pelo castaño, me voy vistiendo despacio y cuando casi estoy suena el teléfono sacándome de mi mundo con un sobresalto. ¿Quién será? ¿Acaso se habrán equivocado y aún vives? ¡Qué tonterías me da por pensar!
Son los del tanatorio que me avisan que ya todo está preparado, te han asignado la sala 210, en la segunda planta, desde donde tendremos mejores vistas. ¿Ya ves tú… mejores vistas, para qué? Me dicen que debo pasarme por la recepción cuando llegue para que me abran la sala… ¡Como si te fueras a escapar o te fueran a secuestrar! Les doy las gracias y les comunico que no tardaré en llegar. Cuelgo, tomo mi bolso, el abrigo y salgo de aquel que un día quise creer que sería mi hogar... Nuestro hogar...
El taxi me deja a las puertas del tanatorio. El taxista, hombre juicioso, ha guardado silencio durante todo el trayecto. Supongo que por respeto a mí o quizás porque no ha sabido qué decir. El cielo parece aún más gris que a primera hora de la mañana, aunque ya hemos rebasado el mediodía, pero se resiste a llover, como mis ojos se resisten a llorar.
Suspiro hondo y entro. En el mostrador de recepción me dan a firmar más papeles, cierran conmigo el tema del catering y una señorita de rostro serio y uniforme pulcramente perfecto me acompaña hasta la sala donde estás.
Estoy sola. Vuelvo a suspirar mientras me quito el abrigo y lo cuelgo de manera distraída en el armario que está en la entrada de la sala. Me siento en un incómodo sillón… ¡Dios, por qué serán tan incómodos estos lugares! Saco mi móvil del bolso y me dispongo a llamar a la gente más allegada, a ti, a mí, a cualquiera al que tu muerte pudiera interesar.
Primero llamo a tu hermana Clara que no responde y a la cual dejo un mensaje de voz con la noticia y el lugar donde ahora estás. Luego le toca a tu hermano Ernesto que me contesta con un sonoro “¡por fin!”, seguido de un “lo siento, nos vemos”. Después llamo a tu trabajo; me coge el teléfono Andrés, que me suelta un “¡ah, pues muy bien!”. No me sorprendo de nada, tu fama te precede.
Vuelvo a guardar el móvil en el bolso, cruzo mis manos sobre el regazo y me dispongo a esperar. Al cabo de un rato entra un joven empujando un carrito con el catering; coloca todo, café, un termo con agua caliente para infusiones, unas bandejas con pequeños bocadillos, algunas más con pequeños cruasanes, botellitas de agua y servilletas sobre la mesita situada en un rincón de la sala y con el mismo silencio que llega, se va.
Silencio… Se me hace extraño y placentero ese silencio, esa es la verdad.
Las horas pasan. Los minutos se van arrastrando y sigo sola. En la pequeña sala adyacente, tras el cristal, descansas. Me levanto, me acerco al cristal, te miro… Te miro sin parpadear hasta que mis ojos duelen, como si por cerrarlos en un parpadeo fueras a desaparecer o fueras a resucitar. Casi no puedo creer que mi calvario haya llegado a su final.
La tarde ha avanzado y está más y más gris en el exterior. Las sombras de los árboles entran por el ventanal y son alargadas, como dedos que te quisieran tocar. Suspiro, doy media vuelta y regreso al sillón, del cual no me debí levantar.
Sigo sola, nadie parece querer despedirse de ti. No fuiste un dechado de virtudes, esa es la verdad, pero esto… esto es penoso.
Una hora, otra más… Miro mi reloj y ya son casi las diez de la noche, Entra un empleado del Tanatorio que me pregunta si pasaré allí la noche o si me iré a descansar. Le miro, me cuesta entender que me está tratando de decir, pero al fin caigo en la cuenta y le digo que me iré ya, que cuando quieran pueden cerrar nuevamente la sala.
Me pongo el abrigo y bajo a recepción para comunicar que me marcho, que al día siguiente no hace falta que abran la sala, que nadie vendrá. Me preguntan qué hacen con tus cenizas, que en tres días puedo pasar a recogerlas o que, si lo deseo, ellos mismos se pueden encargar.
Sonrío a aquel joven que parece entender todo sin preguntar. Les doy permiso para que ellos mismos se encarguen de ti y con paso decidido, salgo de aquel lugar dejándote atrás, dejando atrás un pasado que nunca debió de existir.
Salgo a la calle y levanto el rostro al cielo. Se siente humedad en el aire y de repente, grandes gotas de agua helada me cubren el rostro. Me rio, rio a carcajadas sin poderlo evitar. Y de golpe, miro al ventanal de la sala donde duermes por toda la eternidad y grito… grito alto, como para que me oigas… “¡Tanta paz lleves como descanso vas a dejar!”
Aun riendo, paro un taxi y pido al taxista que me lleve lejos, a alguna parte, en algún lugar donde pueda al fin ser yo misma, sin miedo a que dirás, donde pueda descansar sin sobresaltos, donde no puedas golpearme nunca más.
Carmen
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"Omnia mea mecum porto"
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