martes, 19 de mayo de 2020

SIN UN ADIÓS (En tiempos de pandemia)


SIN UN ADIÓS
(En tiempos de pandemia)

Cuando Ramón tosió por primera vez, ambos pensaron que era un resfriado mas o quizás una gripe tardía, aunque él siempre se vacunaba para evitar males mayores. Pero dos días después, a Ramón se le partía la cabeza de dolor y parecía que en su garganta había crecido todo un campo de cardos de espinas punzantes. Su cuerpo comenzó a arder descontrolado y parecía como si le hubiese atropellado un camión y tuviera todo su cuerpo magullado.

Más tarde llegó lo peor, aquel ahogo, aquella asfixia que llegaba con cada golpe seco de tos.

María, asustada por el cariz que había tomado el asunto en tan poco tiempo, llamó a emergencias mientras su marido trataba de quitarle hierro a lo que pasaba. Estaban asustados, las noticias que daban en televisión eran de total alarma.

Cuando llegaron los sanitarios fue como si le abrieran la puerta a los mismísimos marcianos. María abrió la puerta y se encontró frente a dos hombres embutidos en sendos monos amarillos y con la cabeza dentro de una especie de escafandra, como aquellos que una vez hacía ya tiempo había visto en una película que hablaba de no sé que catástrofe que terminaba con medio mundo. Ni un ápice de piel dejaba entrever sus indumentarias y Ramón y María sintieron escalofríos al verles.

Durante un rato, los sanitarios estuvieron controlando la temperatura, tensión, corazón del pobre Ramón. En silencio, sin decirles que pasaba. María, cada vez más nerviosa, no abandonaba a su marido por nada. Sus ojos llorosos, pero sin soltar ni una sola lágrima y sus labios sellados sin dejar escapar los sollozos que la ahogaban.

Cuando por fin los sanitarios hablaron, fue para decirles que tenían que llevarse a Ramón al hospital porque la gravedad de lo que tenia hacía necesario su aislamiento total y no, María no podía acompañarlo, tendría que esperarlo en casa y le recomendaban que no saliera de su hogar para nada.

Tumbaron al pobre Ramón en una camilla, trataron de calmar a la pobre mujer diciéndole que ya la llamarían con lo que hubiera y salieron por la puerta, cerrándola tras ellos como si no pasara nada.

María quedó allí, sentada al filo de su silla, sin saber que hacer. No entendía nada o quizás lo entendía todo y no quería creérselo. No podía estar pasándoles eso a ellos. Ramón no podía tener el dichoso bicho ese... cómo le llamaban en la televisión... coronavirus. Sí, eso era, coronavirus... Era absurdo, imposible, debía ser un error. Ramón, su Ramón, no podía haber enfermado de eso.

Rompió a llorar cuando tomó conciencia de su soledad. Las horas pasaron. Las sombras del atardecer fueron ganando terreno llevando el día hacia otra nueva noche que a María se le antojo sumamente fría. Nadie la llamó... No sabía nada de su Ramón... Nada.

Pasaron dos días más llenos de pena y dudas. La pobre María no sabía que hacer, tenían un hijo, pero hacía años que este se había marchado a vivir lejos, a otra ciudad y a penas sabían nada de él. Además, según decían en las noticias, no se podía viajar ni entrar o salir de la ciudad. De nada serviría avisarle.

La tarde de aquel segundo día de soledad por fin sonó el teléfono y una voz cansada le dio noticias de su marido. Un médico de urgencias, agotado y sin fuerzas, le comunicó que el estado de Ramón era muy crítico, que lejos de mejorar, había empeorado y estaba ingresado en la UCI intubado y en coma.

Luego vinieron las palabras que trataban de tranquilizarla... Mejorará... No se preocupe... La mantendré informada... La llamaré cada día... Y después, el silencio... Un silencio frío y negro detrás del auricular pegado aún a su oreja.

La pobre María no supo calcular las horas que había pasado sentada en aquella silla con el teléfono aún entre sus manos, pero debían haber sido muchas porque sus pobres huesos gritaron de dolor cuando se levantó.

Los días se fueron sucediendo uno detrás de otro. María no se atrevía a salir de casa por si la llamaban del hospital con lo que fuera, cosa que solía suceder cada dos días. Llamadas siempre cortas y escuetas. Todo seguía igual, pero dentro de la gravedad no iba peor, lo que ya eran buenas noticias. Tantos años  juntos para tener que verse ahora así, tan lejos el uno del otro como si no fueran nada.

Quince días después de que aquellos hombres se llevaran a su marido, llegó la más temida de las llamadas. Esta vez la voz del doctor le sonó diferente, más humana, más entrecortada casi se podría adivinar que lloraba. Ramón había dejado de sufrir, se había rendido y había fallecido sin poder decirle adiós ni poder darle un último beso de despedida.

El médico seguía hablando al otro lado de la línea, pero María ya no podía escucharle. El corazón de la pobre María se rompió en el mismo instante en el que el médico le comunicó la muerte de su querido Ramón. Su alma voló a encontrarse con la de él y ambos se fundieron en un abrazo eterno para siempre.



Carmen

(19 de mayo del 2020)



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"Omnia mea mecum porto"
Soy todo lo que tengo



Este es mi pequeño homenaje a todos esos ancianos a los que esta dichosa pandemia se ha llevado por delante. Son apenas unas pocas palabras para describir todo el dolor y el horror que muchas personas han sufrido y aún sufren al perder a sus seres queridos así, sin poder despedirse de ellos, sin poder abrazarles, sin poder darles el consuelo de sus presencias a su lado, sin poder sostener sus manos... 

No solo son víctimas aquellos que fallecen por culpa del maldito virus, víctimas somos todos. Los familiares, a los que nadie les va a quitar ese sentimiento de culpa, de abandono, de dolor infinito. Víctimas también somos los que sin padecer o sin tener conciencia de padecer la enfermedad, hemos tenido que romper con nuestras vidas, nuestras rutinas, para encerrarnos en un confinamiento que nos va a costar mucho superar.

Que el Padre y el Universo nos proteja a todos y nos cuiden de todo mal.

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