domingo, 11 de febrero de 2018

CARNAVAL


Fotografía de Alessandro Sansoni
Artista y fotografo italiano.

CARNAVAL

En la pequeña ciudad de provincias, quien más y quien menos, todo el mundo conocía a Angélica del Valle-Simón.

Angélica era la rica heredera del terrateniente del lugar. Severa y fría, como bien la habían educado las monjas ursulinas a las que su padre, viudo desde que ella nació, había encomendado su educación.

Mujer joven aún a la que nadie nunca le había conocido pretendiente alguno, pues si algún hombre o joven se le había acercado alguna vez, ella le había despedido de manera abrupta y radical dejándole bien claro que no quería un hombre en su vida y que lo más seguro era que su vida la dedicara al único hombre que le merecía la pena y su atención y claro esta, los pretendidos enamorados salían despavoridos suponiendo que ese hombre no era otro que Dios.

De misa diaria y confesión, cofrade de Maria Santísima, visita al ropero de su parroquia y limosna semanal para los más pobres. Beata a ojos de todo el mundo. Puritana como la que más y a pesar de su hermosura, de luto perpetuo y riguroso que la hacían confundirse con las solteronas santurronas de la comunidad como una más.

Con una vida tan ejemplar, quién podría imaginarse ni de lejos, la transformación que sufría nuestra perfecta Angélica durante los días de Carnaval.

Durante esos pocos días al año que van del jueves lardero al miércoles de ceniza, Angélica vivía dos vidas bien distintas. Dos vidas que nadie sospechaba que pudieran ser vividas por alguien como ella. De día, seguía siendo la perfecta beata, remilgada y casta de siempre, pero al caer la noche, en la quietud de su alcoba, aprovechando que ya su padre y la vieja criada que con ellos vivía dormían, Angélica sufría una transformación que por el resto del mundo podría pasar por demoniaca.

Sacaba de las profundidades de su armario la preciosa mascara veneciana que adquirió cuando visito Italia con su padre. Recogía su cabello en un moño y cubría su rostro con ella, cambiaba su pulcro vestido por una camisa blanca y unos amplios pantalones negros, y calzaba sus delicados pies con unos zapatos de finísimo y alto tacón que estilizaban aún más su ya esbelta figura y por último, contemplaba durante un rato su imagen en el espejo de cuerpo entero hasta que satisfecha por lo que veía reflejado en el, echaba sobre sus hombros la oscura capa dejando que la capucha de la misma cubriera su cabeza y embozara su rostro en sombras.

Sigilosa como un gato, se deslizaba entonces nuestra Angélica escaleras abajo sorteando con  sumo cuidado y tino aquellos escalones que podrían delatarla tal vez con su crujido y conteniendo el aliento mientras trataba de calmar su loco corazón que ya saltaba en su pecho  anticipándose a la fiesta en la que minutos después se encontraría inmerso, así salía aquella mujer nueva y renovada para mezclarse con la gente que recorría las calles bajo el bullicioso jolgorio de los borrachos y las risotadas de las mujeres que se rendían a las apetencias de la carne por unos días.

Todos ocultos bajo disfraces tan dispares y coloridos que teñían de magia el aire y le hacían desear ser una más de aquellos seres a los que en su diaria rutina, tanto aborrecía o quizás, tanto envidiaba.

Se dejaba arrastrar entonces por la baraúnda popular y se perdía por callejuelas por las que jamás se le hubiera ocurrido vagar hasta encontrar algún antro en el que pedir una copa de vino y encontrar alguien con quien bailar un tango. El tango era para ella el sumo placer. Aquel ofrecerse a un desconocido, apretarse contra el, sentir su calor, ofrecerle sus labios para retirárselos después. Aquel enroscar de su pierna en su cintura. Deseo, lujuria, sensualidad, era exactamente aquel baile lo que la hacia sentirse viva de verdad, sin tener que fingir ser la remilgada criatura que todo el mundo creía y quería que fuera.

Antes de rayar el alba, volvía cabizbaja a la frialdad de su cuarto. Guardaba entonces su máscara y sus ropas en el fondo de su armario a la espera de otra noche y vistiéndose de santidad, bajaba la primera al gran salón, se sentaba  en su sillón devocionario en mano y se disponía, candorosa a esperar que su padre amaneciera para desayunar.

Eran siete días de nervios contenidos, de urgencia porque llegara la noche, de mal humor que quien la trataba atribuía a su falta de interés y gusto por los festejos populares. Siete noches en las que era libre. Y al llegar el último día de carnaval, el miércoles de ceniza, cuando por las calles el populacho había cambiado las risas y el colorido por el negro de luto de sus trajes y regaba con su fingido llanto y sus lamentos el pavimento,  mientras las mujeres envueltas en mantos y velos negros, ataviadas con mantillas también negras las mujeres más pudientes, iban en cofradía detrás del cortejo de hombres con bandas negras sobre sus pechos que portaban el féretro donde descansaba una triste sardina camino de su entierro, Angélica se deshacía en real y profundo llanto mientras entonaba un "mea culpa" durante las vísperas en su iglesia con la devoción que tan bien la caracterizaba y se disponía a "matar" hasta el próximo carnaval a esa otra Angélica apasionada y feliz mientras el sacerdote trazaba sobre su frente la cruz con las cenizas que simbolizaba el primer día de Cuaresma y la invitaba a la conversión y a prepararse para vivir los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo en la Semana Santa.



Carmen

(11 de febrero del 2018)

Domingo de carnaval



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