SU ULTIMA CENA
A Stephen Gilmore la vida no le había sonreído nunca. Su madre, una joven alocada y drogadicta, que jamás le hubiera sabido decir quién había sido su padre, pronto lo abandonó en los sucios baños de una perdida gasolinera en la Ruta 66.
A penas tenía dos años y lo único que sabía decir era su nombre, Stephen. Lo del apellido, Gilmore, le fue dado por el sheriff del condado que se encargó de recogerle y entregarle a los servicios sociales. El buen hombre debió pensar que le iría mejor si tenía un apellido.
Sus recuerdos de infancia pasaban por la penosa experiencia de varios hogares de acogida y de su adolescencia, quizás su época más penosa y definitiva, guardaba el recuerdo del correccional donde trataron sin solución de enmendarlo y recuperarlo para la sociedad.
Castigos, encierros, golpes, fueron las únicas caricias que recibió. Dureza para forjar su carácter aún más duro si cabe, más cruel.
Recordaba el día de su dieciocho cumpleaños, el día en el que por fin se abrieron las puertas del reformatorio para él y pudo salir al mundo como un recién parido. Recordaba la alegría nerviosa que le embargaba y la promesa que en aquel momento se hizo de no volver a poner un pie en ningún centro de ese tipo nunca más. Como cabía esperar, nadie le esperaba al otro lado de la gran reja. Todo era incertidumbre y soledad. Con unos pocos dólares en el bolsillo, una mochila ligera de carga y unos zapatos bastante raídos, plantado en medio de la calle sin saber que hacer o a donde ir, por un momento sintió todo el peso del mundo sobre sus hombros y se preguntó qué sería de él.
Echo a andar sin volver la vista atrás mientras metía las manos en los bolsillos de sus vaqueros y sin poder evitar un estremecimiento, comenzó a silbar.
Durante un par de años anduvo dando tumbos por medio país. Su historial no le permitió encontrar un trabajo estable con el que poder pensar en asentarse y tener un futuro mejor. Pensaba que no estaba tan mal, que su vida no era para tirar cohetes de alegría, pero que podría ser peor.
Un día, conoció a una joven. Coincidieron en la entrada de un bar donde ella había quedado con un grupo de gente, todos compañeros de clase. Era hermosa, con su pelo color de trigo maduro y sus ojos azul cielo, de ese azul limpio y sin nubes que suele tener el cielo en los días de verano. Le sujeto la puerta para que entrara y cuando ella le miro y le sonrió, Stephen pensó que se derretiría allí mismo. Ella le agradeció el gesto y se perdió en la negrura sibilina del bar en busca de sus amistades sin volverse a mirarle.
Desde aquel instante en que la casualidad o el azar o la mala suerte cruzo su camino con el de ella, aquella mujer se convirtió para él en una obsesión. Averiguó su nombre, Mónica... Averiguó donde vivía, donde estudiaba, con quien solía salir... Frecuentaba los mismos sitios a donde ella iba procurando no ser visto, siempre desde las sombras, actuando entre bambalinas, como el tramoyista de aquel gran teatro en el que había comenzado a convertir su vida.
Comenzó a fantasear con la idea de hacerla suya, de declararle su amor y que este fuera correspondido, de poder escuchar más de cerca su voz y su risa, de oler su exquisito perfume, de besar sus labios robando para si todos sus besos.
Se creó un mundo perfecto donde el cielo era de color de rosa y en sus noches en el cuartucho de motel donde se hospedaba, fue forjando un plan para conseguir que su fantasía se convirtiera en realidad.
Comenzó haciendo pequeños hurtos en la caja del pequeño restaurante donde había logrado trabajo como friegaplatos y camarero eventual y en memoria de aquel día en que la conoció, cada miércoles le enviaba un ramo flores. Más tarde, fue alternando las flores con pequeñas joyas... unos pendientes, una cadenita con una perla diminuta, una pulsera... Al principio, ella parecía encantada cuando recibía aquellos presentes, pero con el tiempo comenzó a aburrirse y los fue rechazando y aquello estuvo mal, muy mal.
El día que rechazo uno de sus presentes por segunda vez, se sintió tan herido que a punto estuvo de abandonar el escondite desde el que vigilaba la entrada de su casa para poder así observar sin ser visto su reacción al recibir su regalo y correr a preguntarle por qué. Pero no lo hizo. Al fin y al cabo ella no le conocía, no sabía que ya le pertenecía y que había decidido que sería para él. Cabizbajo regreso a su puesto de trabajo. Aquel día le tocaba quedarse hasta el cierre, ya de madrugada. Hizo las cosas de manera mecánica, rompió varios platos y aguanto en silencio las amenazas y los insultos del encargado y según iban pasando los minutos, él comenzó a forjar un nuevo plan. Le compraría un anillo esa misma noche, conocía una casa de empeños que no cerraba nunca. Iría a buscarla y huirían juntos, quizas a las Vegas, donde la haría su mujer.
Necesitaba dinero. Decidió que le pediría un préstamo a Joe, el encargado, cuando este estuviera haciendo caja aquella misma noche. Sí, eso haría.
Las últimas horas hasta el cierre fue casi feliz. Hasta se atrevió a tararear una cancioncilla ligera escuchada en solo Dios sabía que antro o burdel y por fin llegó el momento. El último cliente salió por la puerta, el resto de los empleados se fue despidiendo hasta el día siguiente y ya solo quedaban allí el encargado que contaba lo ganado en el día antes de meterlo en la caja fuerte y él.
Se sintió nervioso cuando se plantó frente a Joe y con voz tartamudeante le hizo la petición. Al principio Joe le miró alucinado, como si no entendiera lo que Stephen le decía. ¿Cómo podía aquel insignificante gusano pedirle un préstamo...? Ni más ni menos que dos mil dólares. Sin duda se había vuelto loco de remate, sí eso debía ser. Y sin quitarle aquellos ojos de besugo de encima, comenzó a reírse de él.
Aquella risa burlona enfureció a Stephen, quien arremetiendo contra el encargado le derribo de la silla y este tuvo la mala fortuna de desnucarse al caer. Aquel silencio repentino le pilló por sorpresa, pero no tardo en comprender lo sucedido y entrando en pánico recogió el dinero que el encargado estaba contando y se lo fue guardando en los bolsillos. No era mucho, apenas unos quinientos dólares, pero él sabía donde aquel mamón tenía la caja fuerte donde cada noche guardaba después de contarla la recaudación de la caja y sabía también donde escondía la combinación de la misma.
Cuando salió del restaurante, llevaba en sus bolsillos unos cinco mil dólares, una pistola que encontró junto al dinero en la caja y había dejado tras él su primer cadaver.
Miró su reloj, las dos de la madrugada, La calle estaba desierta y caía una llovizna fría y ligera. Se apresuró hasta la tienda de empeños donde compró un anillo de compromiso para ella y marchó a buscarla. Cuando llegó a casa de la muchacha, comenzó a llamar al timbre sin pensar en la hora que era ni en nada mas que no fuera cumplir su deseo de llevársela. Después de varios intentos, se encendió la luz y un hombre mayor, que supuso su padre, le abrió la puerta. No se lo pensó, empujó al hombre y entrando en la casa cerró la puerta tras él.
Le dolía la cabeza y aquel hombre no cesaba de gritarle palabras que oía pero que era incapaz de entender. Cuando no pudo más disparó contra él. Un tiro, dos, a bocajarro. Uno en la cara y el otro en el corazón. El hombre enmudeció, pero entonces comenzaron a resonar en su mente nuevos gritos, esta vez de mujer. Se giró y allí en lo alto de la escalera estaba la madre de ella sin lugar a dudas. Subió a grandes zancadas. La pobre mujer, paralizada por el horror visto y por el miedo ni se movió y solo siguió mirándole con ojos vacuos cuando él poniéndole el cañón entre las cejas, le arrebató la vida.
La buscó en la casa pero ella no estaba allí. Enajenado se sentó en las escaleras con la cabeza entre las manos y rompió a llorar como un crío. No hubiera podido decir el tiempo que estuvo así, no debió ser mucho, la verdad y cuando quiso darse cuenta, la policía estaba allí.
No opuso resistencia. El juicio no tuvo complicaciones. La sentencia, pena de muerte sin apelaciones.
Y allí estaba ahora, sentado en su última celda. Esperando su última cena. Esa cena que sabía, no sería capaz de tomar.
Y al amanecer quizás... Quizás aquella inyección letal, le trajera a su atormentada alma un poco de paz.
Carmen
(23 de marzo del 2015)
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