DE INCUBOS Y SUCUBUS
Él vagaba cada noche en busca de una presa, una víctima propicia e inocente a la que seducir. Un ángel perdido en el mundo oscurecidos por las sombras. Hacía mucho que no encontraba a nadie así, con la pureza suficiente para considerarla una conquista y otra marca más en su astada testa.
Cada anochecer dejaba el refugio seguro de su guarida y salía del submundo a un mundo aún peor que el que él conocía. Un mundo donde el ruido y los humos pestilentes de maquinas infernales lo llenaban todo. Estaba cansado de tanta pantomima. Siempre era lo mismo, la misma rutina. Le robaba la ropa al primer borracho que encontraba tirado en la calle y con ello asumía la identidad del
mismo. Siempre se topo con pobres seres sin futuro ni fortuna, pero aquel día se dijo que su suerte iba a cambiar.
Decidió arriesgarse y probar otra alcantarilla para alcanzar el exterior. Se sorprendió en el mismo instante de levantarla... no había ruidos ni luces cegadoras ni gente yendo y viniendo con prisa. Asomó un poco mas y el silencio y la noche lo envolvió. No sabía dónde estaba, sólo veía casas sin luces tras
altas tapias y una calle vacía. A lo lejos ladraba de forma ocasional algún perro y nada más. Desalentado se sentó entre suspiros en un banco sin saber qué hacer y entonces le vio subir la calle; alto, atlético, bien parecido, bien vestido, un tipo elegante. Se desvaneció en el aire para no ser visto y cuando el desprevenido viandante se cruzó con su invisible sombra saltó sobre él desplazando muy lejos la pobre e incauta alma... Convirtiéndose en él... Y así se dispuso a conquistar el soñado mundo del horror y el pecado.
Ella, comenzó el ritual de cada atardecer. Refugiada en el lujoso ático que alguno de sus múltiples amantes le había regalado alguna vez, veía anochecer la ciudad que yacía a sus pies cansina, desde el gran ventanal. El sol perdía fuerza y se ocultaba en las sombras de la noche tras la raya de un horizonte quebrado de edificios sombríos y miles, millones de lucecitas comenzaban a aparecer en las
calles, como si de otro cielo inverso se tratase. Entonces llenaba de agua caliente la enorme bañera y añadía las esencias que sabia producirían en los hombres el encantamiento del más sublime placer. Pasaba un buen rato entre la espuma olorosa que a cualquiera hubiese embriagado y salía emergiendo como una diosa... Era hermosa, lo sabía, lo disfrutaba y se regocijaba con ello.
Vestía su cuerpo con gasas y sedas vaporosas, dejando suelto su cabello rojo fuego que resaltaba aún más sus enormes ojos verde agua que reflejaban la inocencia de una niña pequeña si no los miraban bien y salía a la incipiente noche en busca del ser que propiciamente alimentaria su sed.
Vivía en un barrio tranquilo, lejos de los ojos curiosos de la gente normal. Las calles estaban desiertas cuando comenzó a caminar. Sus pensamientos vagaban desde hacía días entre las dudas y una súbita pena desconocida hasta entonces de no saber qué hacer. Últimamente flojeaban las víctimas. La gente estaba hastiada de todo y no creía en nada. Los hombres parecían haberse vuelto todos gays. Ella desplegaba sus encantos cada noche y cada vez con más frecuencia lo único que conseguía era algún borracho. Se sentó en un banco del paseo, era extraño ¿se estaría quizás humanizando? Tenía unas ganas enormes de llorar y de repente las lágrimas comenzaron a correr por sus bien maquilladas mejillas como un río caudaloso.
Él la vio desde el otro lado de la calle. Olisqueó en el aire el aroma salino de las lágrimas de ella y se frotó las manos presintiendo su cambio de suerte. Una víctima propicia y él con aquel cuerpo nuevo; se sentía un ganador. Cruzó con paso firme y se sentó en silencio junto a ella. Extrajo un pañuelo
limpio y bien planchado del bolsillo de su carísimo traje y se lo tendió a ella mientras le preguntaba si estaba bien.
Ella no dejó de llorar aunque por dentro sonriera ante su repentina buena suerte. Tomó el pañuelo que aquel hombre elegante le tendía y de sus labios rojos como la sangre brotó entre hipidos y suspiros un: "no, no estoy nada bien".
Él calculó su siguiente paso y optó por rodear protector los hombros de ella con su brazo ofreciéndole el refugio cálido de su pecho. Ella se dejó hacer mientras redoblaba los sollozos y contenía una carcajada histérica en su interior.
Así estuvieron un rato en silencio hasta que ella, supuestamente más calmada levanto sus ojos hacia los de él y con esa estudiada mirada de inocencia le dio las gracias y ofreciéndole el reclamo de sus labios le invitó a seguirla hasta su casa.
Él ni siquiera lo pensó una vez. Se sentía hipnotizado por ella. La ayudó a levantarse y sin soltarla de su abrazo se dejó guiar. En el ático lucían montones de velas creando una cálida y erótica atmósfera y una música suave y seductora inducía a amarse. Ella le beso largamente mientras rozaba su cuerpo contra el de él. Sin tocarle, ya pudo sentir la tensa excitación que pugnaba por abrirse paso bajo la tela del pantalón de él. Sutilmente le llevó hasta el cuarto y comenzó un ritual de ropas cayendo al suelo bajo la danza sin freno de besos y abrazos. Los múltiples espejos reflejaban la imagen de ambos abrazados y amándose erizándoles aún más la ya caliente piel.
Y de repente ambos se tensaron al alcanzar la cima deseada del sumo placer, se miraron un segundo profundamente a los ojos y como lobos hambrientos se lanzaron uno al cuello del otro mordiendo y absorbiendo la maligna esencia que brotaba imparable de cada ser.
En la ceguera de sus bajas pasiones, ambos se perdieron para siempre. Sus cuerpos ardieron abrazados, juntos por siempre, inseparables, dejando tras de si tan sólo cenizas inconclusas de lo que fueron o pudieron ser.
A la mañana siguiente, la asistenta despistada se quejó en el silencio del ático por el desorden que encontró y mientras subía el volumen de los cascos por los que escuchaba música, se dispuso a pasar el aspirador borrando cualquier vestigio que hablara del fin de un incubo y un súcubo hastiados de no poder ser.
Carmen
(26 de agosto del 2016)
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"Omnia mea mecum porto"
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