AQUELLOS LEJANOS VERANOS
El reloj del campanario da las doce de la noche. Doce campanadas monótonas sin alegría, añejas, como si el polvo de los siglos se le hubiera ido amontonando sobre bronce de la campana y el alma de la misma llorara a cada golpe de badajo.
Poco después, las campanas del campanario repican nuevamente sembrando la extrañeza entre las gentes del pueblo que movidas por el calor que en aquellos días asolaba la comarca, trasnochaban sentados a las puertas de sus casas en amena tertulia vecinal mientras los niños, felices al verse liberados gracias a las vacaciones estivales de la tortura de tener que irse temprano a la cama al no tener que madrugar, correteaban por las calles sin coches con la tranquila paz que se respiraba en el lugar.
Al principio, todos pensaron que aquel repiqueteo nervioso de campanas que rompía de nuevo el silencio nocturno, se debería al toque arrebatado que avisaba de algún peligro. Por lo general, un toque así de campanas avisaba de algún fuego existente en el termino municipal, sin duda consecuencia de algún rastrojo quemado sin vigilancia o mal controlado que se había escapado de las manos de algún labriego descuidado.
Más de uno había ya cavilado la autoría del desaguisado, aunque ninguno se ponía de acuerdo en si había sido el tío Pascual, Mateo el del Palmar o Sebastian, el hijo de la tía Rosario.
Todos los hombres y jóvenes de más edad, corrieron a reunirse en la plaza mientras las madres y abuelas recogían a la chiquillería atrayéndoles hacia ellas y abrazándoles como si se trataran en realidad de gallinas cluecas recogiendo bajo sus alas a sus polluelos.
En las puertas de la iglesia, se encontraba ya Evaristo, el alcalde, junto a don Jeremías, el párroco, don Marcial, el médico y dos o tres de los alguaciles. Los hombres esperaban nerviosos y expectantes las noticias que pusieran punto final a sus cavilaciones y las ordenes para actuar de inmediato en lo que fuere menester.
Don Jeremías, más acostumbrado a dirigirse al pueblo, por aquello de su rango clerical y por su don de gentes, todo sea dicho de paso, fue el primero en tomar la palabra, apaciguar los ánimos y pedir silencio. Después, fue Evaristo, en su papel de alcalde, el que comunicó lo sucedido a sus paisanos.
Al parecer, sin saber cómo ni por qué, La Casona estaba ardiendo, casi podría decirse que por los cuatro costados. Nuevamente los murmullos de los vecinos se dejaron oír. El dueño de La Casona era don Servando Cifuentes, el terrateniente más cruel y sin duda odiado de aquellos contornos. Algunos de los vecinos comenzaban ya a alejarse dando la espalda a los demás cuando de nuevo se dejó oír la voz del cura apelando a la caridad cristiana de que todos ellos hacían gala y recordándoles que todos eran hijos de un mismo padre y que por muy mal que el terrateniente se hubiera portado con ellos, no podían dejar a su suerte a esa mujer y sus pobres hijos que lo más posible es que aún estuvieran dentro de la casa incendiada.
Aquellos que habían decidido marcharse, volvieron entonces sobre sus pasos y al la voz de "¡Vamos!", todos juntos se encaminaron hacia las afueras del pueblo dispuestos a ayudar en lo que se pudiera ayudar.
Después de mucho luchar contra las llamas, poco antes del amanecer, el fuego se dio por apagado. De La Casona, no quedó mucho, pero la unión vecinal había logrado salvar a sus habitantes de aquel fuego voraz y solo el pequeño Luis, uno de los hijos de don Servando, se vio afectado por el humo respirado.
Don Servando, abrazado a su mujer, lloraba en silencio mientras iba agradeciendo a cada uno de aquellos hombres la ayuda que le habían prestado y sobre todo, la lección que en aquella aciaga noche, le habían enseñado.
Los vecinos regresaron a sus casas con sus caras y sus manos tiznadas, alguna quemadura en piel y ropas y la satisfacción reflejada en sus rostros al comprobar que pese a lo perdido, habían podido salvar lo más importante, las vidas de aquellos seres que, pese a todo, también eran seres humanos.
Aquel día que amanecía, nadie iría a trabajar los campos. Todos se sentían cansados. Pero la vida continuaba y mañana... Mañana sería un día más.
Carmen
(5 de agosto del 2016)
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"Omnia mea mecum porto"
Soy todo lo que tengo
Sinceramente... no tengo palabras para describir las emociones que despiertan tus relatos, solo se que eres dueña de una magia especial para crearlos, es como si le pusieras voz y sentimientos a las escenas que vas pintando en cada párrafo, y uno leyéndolos, se sintiera parte de la escena, contemplando desde un oculto lugar. Te admiro.! eres impresionante escribiendo y describiendo. Bendita la musa que habita en ti.! T.A.I
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