EL AGUJERO
Como cada mañana, camino de la escuela, las tres niñas pasaban junto a la gran casona cuyas desconchadas pareces y desvencijadas ventanas gritaban, más que hablaban, de la decadente ruina en la que la habían dejado caer.
Lejos quedaba ya en la memoria de los lugareños el tronío y rancio abolengo de sus moradores. El lujo de las grandes celebraciones que allí se daban era conocido y reconocido no sólo en los alrededores y pueblos cercanos, sino que en ocasiones, su fama llegó hasta la mismísima capital del reino atrayendo a alguno de los más renombrados nobles.
En el pueblo aún quedaba algún que otro anciano que animado por la invitación a un chato o dos de vino en la taberna, se animaba a contarte la aciaga historia de aquella casona y la de la noble familia que la habitaba hacia ya casi medio siglo atrás.
Los Palacio Soler, eran gente poderosa que sin ser de la nobleza ni poseer título nobiliario alguno, poseían una de las mayores fortunas del país, lo que les permitía codearse con lo mas granado de la sociedad de aquel entonces sin desmerecer ni un ápice. Corrían multitud de historias sobre el modo en el que los Palacio Soler habían reunido tan cuantiosa fortuna y poder. Unos aseguraban que su fortuna fue lograda allende los mares, que tenían explotaciones de caucho por Brasil trabajadas por pobres esclavos y que incluso traficaban con esos pobres seres humanos como si fuesen ganado. Otros decían que la fortuna les había llegado hacia mucho de parte de un tío lejano que emigro a Sudáfrica y tenia minas de oro y diamantes, las cuales a su muerte habían heredado.
La imaginación es libre para inventar mil y una historias, pero lo que en esta importa en realidad es el final, el triste final que tuvo aquella familia y que es el principio y el fin de mi historia.
Como quiera que fuese y sin importar de donde habían sacado tanto como poseían, el mayor tesoro de la familia era su única y adorada hija. Elvira era una joven llena de inocencia y con una belleza fuera de lo común que tuvo la mala idea de fijarse en un joven del pueblo, más pobre que las ratas, del cual se enamoró perdidamente siendo correspondida con la misma fuerza por él.
Cuando el padre de Elvira descubrió aquello, montó en cólera y encerró a la joven en su habitación bajo siete llaves. Puso rejas en las ventanas, apostó a dos de sus hombres de confianza junto a la puerta del cuarto con la orden de no dejar pasar a nadie y mucho menos de dejarla salir. Buscó al joven enamorado y con sus propias manos de dio fin y cuando la joven se enteró de lo sucedido, se quitó la vida.
A partir de ahí, el destino de la familia Palacios Soler entró en una debacle de infinita desolación. La madre murió poco tiempo después que su hija de pura tristeza y el padre dilapidó su inmensa fortuna en pocos años. Agobiado por la culpa y las deudas terminó ahorcándose en el salón de la casona después de haber maldecido el lugar y asegurar que su alma no descansaría hasta no llevarse con él alguna alma inocente que le acompañara por toda la eternidad.
Y es aquí donde las tres niñas del inicio entran en juego. Tres niñas que entretienen sus ratos de ocio imaginando historias de princesas y palacios llenos de lujo. Tres niñas que cada día pasan por la calle que ocupa la desvencijada casona camino del colegio. Tres niñas y un agujero que las últimas lluvias del pasado invierno abrieron en sus muros y por el cual las niñas observan el interior de la casa sumido en un polvoriento ensueño.
Mañana tras mañana, el agujero parecía esperar el paso de las niñas. Se abría en la pared como una boca desdentada y hambrienta, semioculto tras una mata de hiedra que pugnaba por trepar la pared de piedras casi lisas por el desgaste del tiempo; agazapado, como pretendiendo que nadie lo viera. Al principio de aparecer, era un simple agujerito por el que apenas podían las niñas acercar uno de sus ojos y tratar de ver a través del polvo y las tinieblas del interior. Imaginando así la cantidad de tesoros ocultos que aquellas paredes guardaban. Después, poco a poco, día a día, como si fueran cogiendo confianza, el agujero fue haciéndose más y más grande y el ojo dio paso a las caras, mas tarde a las cabezas, después medio cuerpo y ahí pareció parar el avance del agujero.
Las niñas vivían con excitación la llegada de los días y el trayecto de cada mañana a la escuela. Durante el recreo, se sentaban juntas bajo el gran manzano y sus conversaciones giraban en torno a la casa y su leyenda. La llegada del verano y las vacaciones escolares pareció enfriar en las niñas aquella especie de ensoñación.
Pasó el verano y con el inició de septiembre volvieron la rutina diaria y las clases. Al principio del curso, las tres niñas parecían haber olvidado la existencia del agujero, pero una mañana de finales de septiembre, al pasar junto a la casona, un soplo de aire gélido les agitó la falda de sus vestidos asustándolas.
Las tres detuvieron sus pasos y se encararon con la pared de la casona. ¡Allí estaba el agujero y ahora era más grande que nunca!
Aquello era una invitación a entrar en toda regla y las niñas sin pensarlo más, dejaron sus carteras escolares junto a la pared y una tras otra, desaparecieron en la profundidad de las tinieblas de la vieja casona.
En un pueblo pequeño como lo era aquel, la desaparición de uno de sus niños no pasaba desapercibida durante mucho tiempo, así que, imaginaros la caótica función que origino la desaparición de las tres niñas. Se formaron patrullas vecinales que recorrían las calles gritando los nombres de las niñas. Se las buscó en graneros y pajares, en campos y huertos y hasta en los pozos mas alejados sin resultado alguno. Encontraron las carteras con los libros y los lápices intactos junto a la casona, pero allí no había nada más. No vieron agujero alguno en las paredes de la casa y las puertas y ventanas de la misma, pese a la herrumbre y el aspecto raído que presentaban, seguían cerradas.
La llegada de la noche paralizó la búsqueda de las niñas. Todos los vecinos consolaban a los padres de las desaparecidas asegurándoles que la llegada del alba traería buenas nuevas sin ninguna duda.
Y así fue.
Rayando el alba, un enorme y atronador estruendo despertó al pueblo entero, que asustado salió de sus casas preguntándose unos a otros que había sido aquello.
A medió camino entre la iglesia y la escuela, una enorme polvareda se alzaba hacia el cielo y hacia allí se encaminaron los lugareños. La gran casona ya no existía, se había derrumbado sobre sus cimientos y tan sólo quedaba de ella un inmenso solar cubierto de escombros. Los allí reunidos miraban pasmados lo sucedido, sin dar crédito a lo que sus ojos veían, sin acertar a decir lo que pensaban. Sólo eran capaces de mirarse los unos a los otros mientras mantenían una conversación muda, gritándose unos a otros en silencio lo que sospechaban.
Cuando el polvo menguó y todo parecía haber recobrado nuevamente la calma, una sombra se irguió en el mismo centro de la derrumbada casa y un sonido, parecido a una risa macabra, retumbó por todas partes helando la sangre de las pobres personas que allí se encontraban.
Terminó septiembre y pasaron octubre y noviembre como un ensueño. Cada día, más habitantes del pueblo decidían abandonarlo, incapaces de soportar el recuerdo de lo ocurrido. Incapaces de olvidar a las tres niñas. Incapaces de olvidar la maldición de aquel mal hombre. Y cuando llegó Navidad, nadie quedaba ya para tocar las campanas que anunciaban el divino nacimiento del Salvador, porque en verdad, allí ya no quedaba alma alguna que debiera ser salvada.
Carmen
(21 de septiembre del 2019)
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