EL ARTE DEL BIEN MORIR
Aquella mañana amaneció con un cielo preñado de nubes plomizas y amenazantes y un viento que las arrastraba y las iba acumulando sobre los tejados de la ciudad como si quisiera cubrirla por entero con un velo de luto. Ya cuando corrió las cortinas y abrió la ventana, un malévolo presagio le recorrió la columna y la hizo temblar como una diminuta hojita de las que ya despuntaban en los cercanos árboles del jardín.
Aquella mañana era crucial para ella. Su cita con el médico era lo más parecido a tener una cita con el juez que dictaría su amnistía o su condena, el fiel de la balanza de sus días, el diapasón que marcaba el principio o el fin de su vida.
Sentía en sus venas un frío instintivo que la atenazaba y la dejaba torpe y una lágrima resbaló por su mejilla mientras se calzaba sus mejores zapatos y se disponía a salir al encuentro con su destino.
Hacía un par de meses que no se encontraba bien. Ese dolor que la comía por dentro iba ganando terreno y minando sus fuerzas día a día. No le gustaba pronunciar la palabra cruel y nefasta y la rehuía, le daba esquinazo con mil apelativos más benévolos e intrascendentes. Pero no se engañaba y aunque siempre fue una mujer práctica y realista, hoy más que nunca le pesaba la soledad.
Llegó a la consulta del doctor, donde fue recibida por una solícita joven enfundada en un provocativo uniforme blanco, tan provocativo y tan blanco, que la hizo sonreír pensando en lo irónico que parecía. La acompañó a la sala de espera, le preguntó si deseaba una infusión o un café, tal vez un poco de agua y le dejó sobre la mesita unas revistas, alejándose nuevamente por el larguísimo pasillo hacia la recepción y dejándola a solas con sus pensamientos.
No transcurrió demasiado tiempo cuando nuevamente la joven auxiliar vino en su busca y la invitó a seguirla. Sentía sus piernas como si fueran de goma mientras torpemente la seguía por el pasillo en penumbra que parecía alargarse penosamente ante sus ojos. Entró en la consulta y se obligó a dedicarle una sonrisa al hombre sentado tras el escritorio mientras tomaba asiento frente a él.
Ambos se miraron de frente a los ojos. Ella de manera nerviosa y ansiosa y él con un destello de tristeza y pesar reflejado en sus pupilas grises y de repente ella dejó escapar su voz pillando por sorpresa al doctor:
- ¿Cuánto me queda?
- Mujer... Dicho así...
- No quiero rodeos ni melodramas, doctor. Simplemente dígame cuánto.
- Un mes.
- ¿Y después?
- Después, hay clínicas para paliar el dolor y preparar para el trance, yo puedo recomendarle...
- ¿Recomendarme dónde y cómo ir a morir?... No, gracias. Yo decidiré el cómo, el cuándo y el dónde.
Se levantó de la silla sintiéndose extrañamente liberada. Saber la verdad completa, tener la certeza que reafirmaba la duda que la atenazaba le había dado fuerzas nuevas. Se sentía ajena a todo y principalmente a ella y al cáncer que le roía las entrañas.
- Muchas gracias, doctor. Gracias por su respetuoso cariño y por haber sabido aclarar mis dudas.
Y dando media vuelta salió del despacho dejando al médico con la boca abierta y sin haber sido capaz de reaccionar ente la resolución de su paciente. Ella se aproximó al mostrador y alargó a la joven auxiliar su tarjeta de crédito pidiéndole que cancelara definitivamente su deuda por los honorarios del doctor. La joven la miró perpleja y sin apartar sus abiertos ojos de ella se atrevió a preguntarle si no necesitaría más consultas, a lo que ella le respondió con un: "no, esta ha sido la última", envuelto en la más dulce de sus sonrisas.
Salió de allí sin mirar atrás y mientras bajaba en el ascensor decidió que haría.
Cuando salió a la calle llovía copiosamente. Por fin las plomizas nubes habían decidido descargar sus lágrimas. Si fuera cursi o romántica, pensaría que los ángeles lloraban por ella, pero hacia mucho que no creía en nada. Abrió su paraguas y se lanzó calle arriba en busca de una cafetería, necesitaba una taza de café para ordenar sus ideas. Tenía poco tiempo y mucho por hacer y desde luego, no se iba a dejar vencer en la batalla.
Poco después se hallaba sentada en un rinconcito de un coqueto café, frente a una humeante taza de ese oscuro brebaje que era su debilidad. Iba anotando en su libreta en detallado orden la lista de lo que haría a partir de aquel momento.
Primero la obligada visita a su notario para que tuviera listo su testamento. Luego se daría el lujo siempre postergado de comprarse aquel vestido carísimo y aquel collar de diamantes que tanto le gustaba mirar en el escaparate y nunca se atrevió ni a preguntar cuando costaba. Nada importaba ya el dinero. De hecho, decidió que aquel sería el café más caro de su vida, sacó de su bolso un billete de cincuenta euros, los dejó sobre la mesa y se levanto para marcharse mientras le anunciaba al incrédulo camarero que podía quedarse con el cambio.
Fuera seguía diluviando y ella comenzó a reírse mientras abría su paraguas. Se lanzó a la calzada sin darse cuenta que el semáforo estaba en rojo ni que abandonaba la acera. No vio venir el coche negro que se acercaba a gran velocidad ni tuvo tiempo de escuchar los gritos de alerta ni los frenazos de los demás coches, cuando fue embestida por aquella fiera metálica que le segó la escasa vida que le quedaba en un suspiro y cortó de cuajo su risa.
Desde el otro lado, vio perpleja su cuerpo tendido en el suelo. Vio la gente que se arremolinaba asustada. Vio las luces de las ambulancias acercándose Vio como los paramédicos se afanaban por recuperarla y como estos negaban con la cabeza cuando un policía les preguntaba algo que no alcanzó a escuchar. Era una sensación extraña, muy extraña. No sentía nada y pudo percatarse de que la lluvia ya no la mojaba.
Algo llamó su atención a su espalda. Se giró y sonrió a la figura apoyada en el semáforo que ella no llegó a ver jamás. Era una figura alta, vestida de negro y que ocultaba su cabeza bajo la capucha de su sudadera.
- Bueno, pues parece que se adelantó mi viaje.
- Sí, de hecho no te esperaba.
- Que le vamos a hacer... Oye, que yo si tu lo prefieres... me regreso y vuelvo más tarde.
- No, de eso nada, que entonces el trabajo de venir a recogerte sería en balde y tendría que volver el día señalado y la verdad... no me pagan las horas extras.
- Entonces... nos vamos?
- Sí, vayámonos y ya arreglaremos con Pedro lo de tu estancia adelantada.
CARMEN
(14 de abril del 2012)
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hrmana drisana al cabo del tiempo de conseguido encontrarte
ResponderEliminarbendiciones hermana
NAMASTE