Hacía apenas un mes que había llegado a Baltimore después de que me diagnosticaron aquella enfermedad que, según los médicos, no tenía por qué ser mortal si me cuidaba.
La antigua casa de muros blancos y tejas negras que había heredado años atrás de un tío lejano y la cual jamás había visitado, me pareció entonces la mejor opción para iniciar mi forzado retiro en busca de la tan necesaria calma para mi cuerpo y mis nervios.
Crow Hill, la Colina del Cuervo, ese era el nombre de mi preciosa propiedad. Situada en lo alto de un cerro, dominando todo a su alrededor y mirando de frente al mar, cuyo suave oleaje en los raros días de calma, arrullaban mis sentidos mientras sentado en el porche me deleitaba leyendo.
Crow Hill… suponía que el color negro de las tejas que cubrían el tejado de mi nuevo hogar haría honor al negro plumaje de los cuervos cuando la lluvia cayera del cielo y me gustaba imaginar que eso mismo había sido lo que motivó a mi tío a ponerle dicho nombre a la propiedad, puesto que en los días que llevaba habitando allí, no había observado ningún cuervo por la zona.
En la parte trasera de la casa, pude comprobar y debo añadir que, con agradable sorpresa, había un extenso terreno cubierto por un bosque espeso y frondoso que invitaba a pasear y dejarse llevar por la fantasía que he de reconocer, desbordaba mi mente.
Así pues, mis días parecían encaminados a hallar la paz que los médicos me pedían entre el canto suave y adormecedor del cercano océano y la frondosa y refrescante sombra de aquellos viejos árboles. Y fue precisamente mientras paseaba a la ventura por un sinuoso camino que encontré como entrada a dicho bosquecillo, donde comenzó esta aventura. El camino transcurría entre los árboles y era agradable, pese a los altos y bajos que presentaba, el caminar bajo la sombra y el aroma de las flores que se abrían por doquier entre la hierba que tapizaba el suelo. Llevaría una media hora más o menos caminando cuando el camino quedó interrumpido por la reja de hierro de un viejo portón.
Salpicadas aquí y allá pude ver la silueta de varias sepulturas a las que el paso del tiempo había castigado, como si fueran cicatrices de guerra, con la pátina entre gris y verde del musgo y la herrumbre de sus torcidas cruces de hierro. Probé a abrir aquel viejo portón y contrariamente a la lógica, este se abrió sin demasiada dificultad.
Los primeros cuervos aparecieron desde solo Dios sabía dónde y fueron posándose a mi paso sobre las vetustas tumbas, como si trataran de hacerme un pasillo o trataran de marcarme el camino a algún lugar. Sus graznidos interrumpieron la quietud de la tarde y en cierto sentido, aturdieron mis pensamientos hasta no poder pensar en nada más. El sendero parecía estrecharse y perderse entre los árboles hasta que por fin se abrió a una pequeña explanada donde las sepulturas parecían mucho más cuidadas, aunque de igual antigüedad que las que había dejado atrás.
Por un momento un rayo de sol vespertino hirió mis ojos y me obligó a cerrarlos, cuando volví a abrirlos, encontré a una hermosa joven sentada sobre una de las tumbas más próximas. Su cabello dorado refulgía al sol y tenía la mirada perdida en el lejano horizonte apenas vislumbrado entre la maleza circundante. Intrigado, contuve mis impulsos de correr hacia ella para poder observarla mejor. No alcanzaba a comprender cómo no la había visto antes y me negaba a mí mismo la evidencia de que había aparecido, como aquellos cuervos que desde que entre en el viejo cementerio me acompañaban, de repente, como una aparición creada por el silencio y la soledad que rodeaba a aquel lugar.
Parecía bastante joven y tenía un perfil hermoso. Delicada, con una piel blanca que se le antojaba a uno suave y deseable. Un enorme gato negro dormitaba en su regazo mientras ella, con su nívea mano, lo acariciaba.
Extasiado, atiné al fin a saludar a la joven que no pareció asustarse con mi presencia ni alteró su gesto. Siguió con la mirada fija en algún sitio que yo no adivinaba y con una voz hipnótica, digna de un ángel, me devolvió el saludo. Alborozado y nervioso intenté entablar una conversación con ella sin resultado. El silencio sellaba sus hermosos labios, al menos hasta que le pregunté su nombre.
Por un instante, el tiempo pareció quedar suspendido. Los cuervos acallaron sus graznidos y tan solo pude sentir el viento, cálido y húmedo, ahogando mi aliento. De repente, la joven volvió su rostro hacia mí y mientras mi mente resbalaba por la pendiente oscura de la locura, pude ver la parte oculta hasta entonces de su rostro, o sería más acertado decir que pude comprobar la falta de su rostro en esa mitad que hasta entonces no había visto. Allí, donde no solo faltaba la carne, sino que también parecía faltar el hueso, se abría un enorme agujero de indescriptible negrura y el aire me trajo un nombre de mujer que no olvidaré jamás… Eleanora.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que me encontraron ni cuánto hasta que desperté en este cuarto de hospital… No lo sé, únicamente sé que mi deseo es volverla a ver, volverla a ver y no dejarla escapar.
(892 palabras)
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NOTA: Este relato es mi primera contribución a los concursos de "El Tintero de Oro". En el aparecen, como tributo a Edgar Allan Poe, la ciudad de Baltimore, donde Poe pasó parte de su vida. Los cuervos, como recordatorio de su relato "El Cuervo". El nombre de Eleanora, protagonista del otro de sus relatos del mismo nombre... Ah! y un gato negro en memoria de otro de sus grandes relatos.
También el tema de la muerte, los viejos cementerios perdidos, los fantasmas y la locura, que espero que hayan contribuido a darle a mi relato esa orla de misterio.
Carmen
(7 de junio del 2022)